Cuentos por el mundo.

Porque de las carreras no queda sino el cansancio. Cuentos por el mundo.












sábado, 13 de enero de 2024

EL TRANSIBERIANO



EL TRANSIBERIANO
Una travesía en tren hacia el fin de un relato vintage
Rusia - Mongolia - China
Crónica



La primera vez que escuché hablar del Transiberiano fue en la voz de mi hermano mayor, quien comentaba lo descomunal que podría llegar a ser aquel recorrido con inicio en el Atlántico europeo y fin en el Pacífico al frente de Japón. Corrí a un atlas gigante y a todo color que mi madre siempre nos tuvo dispuesto en la biblioteca de casa como un libro de reserva. Al abrirlo, el mapa del globo terráqueo ocupaba las dos primeras páginas satinadas. Con el indice tracé una linea imaginaria entre San Petersburgo y Vladivostok. Abrumador. Ahí empezó todo.

De Siberia supe entonces que de la misma manera que sucediera durante la conquista del Oeste Norteamericano con la excusa del oro y la necesidad de nuevas tierras, los rusos se embarcaron hacia la tundra impulsados por el comercio peletero, otra forma de oro en aquellas latitudes, fundamental para soportar inviernos casi imposibles. Si aun hoy parece una tierra difícil de domesticar, es casi inimaginable enfrentarse a abrirse paso, combatir tribus invasoras y atravesar más de siete mil kilómetros de Taiga, durante la época en que América fuera descubierta, solo que la travesía se hizo por ríos ante lo impenetrable de la tierra y les costó siglos. De muertos mejor ni hablar.


El transiberiano en mi imaginario infantil representaba llegar lo más lejos posible a darle la vuelta al mundo por tierra sin cambiar de medio de transporte. Así, sin investigar mucho más, pasaron cuarenta años con aquel viaje como una promesa inquebrantable en la cabeza. Durante los últimos diez intenté realizarlo a toda costa. Hasta consideré el invierno, pero al parecer no era el tiempo. No fue hasta agosto de 2019 cuando el trabajo, el dinero y las responsabilidades de la administración de la vida, me dieran la licencia para emprender la travesía.

Durante alguno de mis intentos fallidos había impreso y pegado el mapa euroasiático en una pared del estudio. Dos folios unidos por una cinta de goma transparente con los croquis de los países delineados y poco más. Luego, en la siguiente tentativa, dibujé a mano alzada la ruta del tren, apunté las ciudades con paradas, la distancia en kilómetros y el tiempo aproximado de cada tramo. Preparé tantas veces aquel viaje, que ahora no tenía que pensar en el recorrido, sino más bien en hacer la mochila y comprar un billete de avión. En el mapa se podía leer: San Petersburgo, Moscú, Kazan, Ekaterinburg, Omsk, Novosibirsk, Krasnoyarsk, Tomsk, Irkutsk, Isla del Olkhom, Ulan Bator, Pekín. En total, 7621 kilómetros.

Finalmente había llegado la hora de partir. El vuelo con escala en Roma duró seis horas.


Aterricé en San Petersburgo, la gran dama rusa por presentar. Abrazada por la magnificencia del río Neva,  la ciudad se divide en preciosas islas conectadas por canales que reflejan en sus aguas azules palacios barrocos, puentes y cúpulas doradas sobre un río que se amplía como si presintiese la desembocadura en el golfo de Finlandia, para morir en el mar Báltico. La ribera del Neva alberga lo más granado del universo artístico y arquitectónico, su anchura impacta y el sosiego de las aguas otorga a la ciudad un aura de calmada elegancia, que, Palacio tras palacio, es el orgullo de los soviets. Aman a los gatos y no es inusual encontrar esculturas en los parques o portales de edificios icónicos porque, tras la hambruna que dejó el ataque alemán a Leningrado, los ciudadanos se quedaron sin víveres y se vieron obligados a comerse hasta la última de sus mascotas. Muy pronto, ante la orfandad felina, la ciudad fue invadida por ratas que terminaron arruinando el poco alimento restante para las tropas. Cuando lo más bárbaro del bloqueo germánico pasó, el tren volvió a hacer su recorrido. La venganza sobre los roedores llegó en cuatro vagones atestados de gatos siberianos hambrientos que fueron soltados por las calles, museos y palacios. Les llamaron la división maullido. Desde entonces, los felinos son honrados, y la ciudad permanece conectada con la capital sin pausa alguna por una flota de trenes modernos y veloces, con una puntualidad obsesiva que hasta los suizos envidiarían. 

      Dejo atrás a la gran dama de los rusos y me enfilo en un tren comercial prácticamente idéntico a la batería de trenes que ruedan por toda Europa, para llegar a la antigua Kreml, la capital, hoy llamada Moscú.

Sí San Petersburgo es la gran dama, Moscú, es una señora hostil y audaz. No salvaje, pero si ruda. Moderna, cargada de diseño y estilo, elegante, perfectamente adoquinada, orgullosa de su pasado espacial y aún más de los avances armamentísticos y de defensa que se ven con mucha frecuencia en los televisores de los bares. La musica en las calles con los vapores del verano saca a los ciudadanos de sus hogares para su diversión y puede vérselos exultantes durante los fines de semana en verbenas callejeras. Ellos, de facciones recias parecieran esculpidos en granito, como inconclusos; chocan con la belleza de ellas, alargadas y hermosas como dibujadas con pinceles de crin, de ojos tan claros que intimidan y bocas delineadas en cualquier gama de magentas, invitan al placer del recorrido de la vista. Ninguna de ellas combina más de tres colores en su vestimenta y sonreír en la calle al caminar es una propuesta directa a la que deciden corresponder o no. Si lo hacen, van a querer saber a qué se debe esa mueca. Compasivas con el turista, muy rápido aprendí a mantener los labios prietos para evitar un montón de explicaciones ridículas de paseador contento. 

Abundante en tránsito vehicular, la ciudad está circundada por cinco anillos que, de exterior a interior, movilizan personas y marcan la periferia, las zonas industriales y los barrios hasta llegar al centro como si fuera un juego de dardos gigante. Una capital en toda regla, en la que desembocan las vías cual átomo grandioso, con la Plaza Roja como núcleo intocable. El río Moskova -Москва́-, traza un zigzag de ochenta kilómetros que divide a la ciudad en dos, de Noroeste a Sureste y se conecta con una variedad de puentes, muchos de ellos de arquitectura admirable, en especial los más cercanos al parque Gorki, el mejor lugar para relajarse en la ciudad. En la Plaza Roja, una muralla cuyos cimientos datan del siglo doce, guarece un Kremlin administrativo y turístico que exhibe orgulloso su armería y el fondo de diamantes. El presidente trabaja allí pero no lo habita y, sin duda, no hay otro edificio en el país que denote mayor poder. Salirse de la acera en la ruta turística, aunque sea un paso, desencadena reacciones de alerta en los guardias, voces en grito y miradas de desprecio. El recorrido es académico, el arte abunda, sorprende encontrar dentro de la fortaleza cuatro catedrales y cuatro palacios. Justo en frente, más allá de la muralla, una iglesia de madera que pareciera más hecha por un repostero que por un arquitecto, es la catedral de San Basilio. Un merengue de madera multicolor.

En un mausoleo discreto y casi siempre cerrado, exponen a Lenin embalsamado, para los aficionados a la muerte u otras ensoñaciones políticas. 

La zona financiera es ultramoderna, el lujo se ostenta, la gastronomía es imponente, el ballet y el teatro un dogma, el ajedrez se juega en las calles y parques, las fiestas son abrumadoras y se bebe como si el mañana nunca fuese a llegar. Moscú y su gente forman una ciudad tan diversa y vital que entraña en esa razón la comodidad para moverse en sus entresijos. Siento con ello un buen augurio. Una buena primera puntada para bordar un lindo viaje.


Le había comentado a mi profesor de narrativa sobre la intención del recorrido siberiano algunos meses atrás, y él, hombre convencido de que los relatos crean la realidad, nacido a destiempo en alta cuna austral y amante del estatus heroico que para algunos tienen los exploradores de tierras conquistadas, pero carente del brío necesario para emprender empresas azarosas en solitario, de inmediato se interesó. Por aquella época él escribía artículos pagados a destajo para una gaceta de viajes que hacía parte de un periódico de tirada nacional. Ágil argumentando, como pocos he conocido, desempolvó algunos contactos, cobró ciertos favores y se comprometió con otros, para así, una semana antes de mi partida, avisarme de que tenía la firme intención de realizar el mismo recorrido y en las mismas fechas, solo que lo haría en un gran tren de lujo de cabina individual y sin paradas intermedias, a cambio de escribir un artículo imparcial en el que comentase las bondades de realizar el recorrido en aquel tren particular. Ante lo inusual de la noticia, y que todo aquello quedaba muy lejos de mi presupuesto e intención de hacer la travesía en tercera clase con múltiples paradas en pueblos, visitar alrededores y conocer personas, surgió la curiosidad de realizar el relato del mismo recorrido desde la óptica de dos viajeros diferentes. Alguna forma de hombre rico, hombre pobre en el Transiberiano.

Ante la rigurosidad del itinerario de su viaje y la incertidumbre del mío, ajustamos fechas para coincidir en el único lugar posible: Mongolia. Compartiríamos así el segmento más agreste del recorrido: atravesar la frontera ruso-mongola, galopar en la estepa, dormir en yurtas o al raso y departir con los nómadas para escuchar sus verdades y visiones del mundo, sin incomodarlos mucho. Emocionante. Quise preguntarle por su expectativa de cómo afrontaría la travesía, pero antes de poder formularle la pregunta, me habló de la pampa durante su infancia y de largas cabalgatas con sus amigos sobre la llanura, de ríos gélidos, de fuegos bajo la luz de la luna y de dormir al raso haciendo vivac. Luego se puso serio y con el ceño firme, dándose golpecitos espasmódicos en el pecho, remató: Esas cosas te construyen como persona. No tuve valor para formular la pregunta y romper el misticismo de su relato. Pactamos entonces, comunicarnos por correo electrónico y que nos veríamos en Irkutsk unas tres semanas después. 

Para dejar Moscú, tomo el último tren nocturno que parte de la estación central de Yaroslavskiy. Había aprendido el alfabeto cirílico, la fonética y estudiado la entonación de algunas palabras funcionales. El esfuerzo académico sirvió más para romper el hielo en las taquillas que para cualquier otra cosa, pues al leer en voz alta los diferentes destinos de mi interés, las risas fueron inevitables, sin embargo a través de señas y sonoridad criolla, conseguí comprar el trayecto que pretendía realizar. “Moscú no es Rusia”, dijo Katya, la vendedora de tíquets en un inglés rudimentario pero funcional, con una mirada imperativa y una sonrisa que quiso reprimir. También explicó que El Transiberiano en toda regla, solo se realizaba dos veces a la semana y que para ello existía un billete exclusivo sin paradas que iba directo hasta Vladivostok, en seis días. No era ni mi interés ni mi destino. Iría en recorridos cortos. La primera parada, Kazán.  

El aspecto de las estaciones de tren, por lo general, prometen un interior más elaborado que no los austeros interiores en los que finalmente esperan los trenes. Cuando se tiene el billete, se chequea la vía correspondiente en la cual reposa un convoy muy largo, se ubica el vagón y en el andén se espera en una cola precisa y llena de despedidas afanadas a que una agente de control de pasaportes revise uno a uno los documentos de los viajeros. Por las fisonomías de quienes esperan en línea para ser atendidos por la oficial, concluyo que seré el único forastero de aquel carro. Cada ruso tiene, a manera de documento de control, un pasaporte interno que utilizan y es sellado igual que lo hace con el mío al abordar. Pienso en el control exhaustivo que ejercen sobre los ex-soviets, hasta que recuerdo que donde vivo está repleto de cámaras con reconocimiento facial. Cumplido el protocolo, se aborda a un vagón repleto de literas con capacidad para ciento veinte almas, sin biombos ni divisiones laterales. Es tercera clase. Al fondo está el samovar, una especie de tetera grandiosa de metal, con una chimenea central, alimentada con carbón o madera, que abastece agua hirviendo para el té u otros preparados sin pausa, además de calentar el vagón durante los largos trayectos cuando llega el invierno. La litera está junto a la ventanilla derecha. Me esperan ochocientos cincuenta kilómetros en la cama de arriba. Los demás pasajeros, en un absoluto silencio, colocan casi sincronizados el juego de sábanas completo y una toalla que cada uno recibe al abordar. Sin ruido, se descalzan, y cada uno entra en una microburbuja personal en la que el aseo y el orden son, al parecer, indispensables. 

Lo primero que impacta al dejar Moscú, es la cantidad de carriles y cruces de líneas férreas. Todas las vías, sin importar su procedencia, concluyen en la capital. Al partir, con la iluminación de las catenarias y los semáforos, una infinidad de apartamentos de edificios con las luces encendidas y muy homogeneizados decoran las ventanillas por varias horas. Después la oscuridad y solo el tren como sonido constante. Pensé que algún roncador imposibilitaría el sueño, pero la verdad, no fue necesario ninguno para permanecer despierto. Pasar la noche a oscuras con más de cien desconocidos tiene un punto de tensión. Así descubrí que durante el recorrido nocturno un pequeño ejército de limpiadores pasan desinfectantes con traperos y paños hasta por el último rincón del vagón. Asepsia absoluta. Y eso da paz. 

Es solo hasta el amanecer que me percato, al mirar por la ventanilla, de la sensación de dimensión del territorio, lo austero del paisaje y una belleza deslumbrante cuando la mirada reposa en los blancos abedules de las praderas y bosques coníferos que cuanto más al norte, más puros parecen. Leo El fin del Homo sovieticus de Svetlana Aleksiévich. Una recopilación de historias de personas locales que han vivido la transición entre el comunismo y el capitalismo. Una inmersión profunda y popular en el pensamiento ruso. Comprendí con esos relatos periodísticos que la gran animadversión que crece sobre ellos viene de una posición moral, pues de su sociedad nació una lección sobre la equidad de las posibilidades y el repartir. Nada menos adverso al sálvese quien pueda que propone el occidente en el que crecimos y habitamos y que ahora ellos también habitan, convencidos de que el comunismo fracasó y de que el capitalismo tampoco funcionará no sin antes asolarlos. 

Entramos temprano en la estación de Kazan, desembarcamos, es feriado y estoy hambriento. Un desfile de bandas de guerra, cientos, festejan alguna celebración patria. Solo hay una panadería abierta y una clienta de unos sesenta años compra frutas y tartas para festejar que finalmente termina de pagar la hipoteca del centro de yoga. Compartimos mesa y un café con pan. Tras explicar el mapa de la ciudad, me invita a una especie de empanada rellena de carne con especias, y así ratifica que, en cualquier lugar del mundo, el poder fraternal de la empanada no tiene rival. Caminamos por el núcleo urbano, me presenta a su familia e invitan a cenar. En el restaurante, un hombre de una mesa vecina, Igor, me obsequia unos chak-chak para el camino, una delicia tártara hecha de masa frita cubierta por miel caliente, y un numero de teléfono por si llegara a necesitar alguna ayuda durante la travesía. 

Kazan es una ciudad preciosa. Contemplé a sus habitantes un par de días. Musulmanes hasta la médula conviven y celebran con ortodoxos y católicos las festividades particulares. Presumen de un Kremlin blanco impoluto en forma de fortaleza y un Volga imponente recibe el río Kazanka en sus aguas sin mucha turbulencia. Kazán, como capital de Tatarstán, su comida, la brisa permanente y en especial su generosa gente, de nombres dulces y poéticos, se quedaron con un pedazo de mi corazón. 

Tomar el tren durante el día es otro cantar. El espacio aséptico permanece. Lo pasajeros menos adormilados se muestran abiertos, amables, curiosos y generosos con los alimentos. La comunicación, que durante el recorrido nocturno fue nula, con la luz del día y la proximidad pasa a ser limitada pero existente. Casi nadie habla inglés, sin embargo, el traductor de Google es una solución, aunque sólo hay señal en las estaciones de pueblos más grandes. De modo que, tras horas comiendo y tomando té, cuando el tren entra en la ciudad, todos se vuelcan alrededor de la litera a la espera de conectar la red y contestar las preguntas que anteriormente, a base de señas, se habían quedado sin responder. Así supe que Lena creció en el comunismo, Alexei sufrió La Perestroika y que Matvei y Anastasia son unos padres jóvenes que ahora se enfrentan al capitalismo. Nada despreciable el cambio para una familia que, tras tres generaciones y regímenes, permanece unida. Ekaterimburgo a 1.814 kilómetros de la partida, espera a los pies de Los Urales. Nos enfilamos hacia el Oriente y por la ventana se intercalan largas zonas de polígonos industriales, bosques, casas con invernaderos y pequeñas poblaciones con las calles enfangadas siempre paralelas al recorrido de los rieles.


Ekaterimburgo es la puerta de Siberia. Un suceso violento la hace famosa. Los bolcheviques acribillaron aquí a Nicolas II y a su familia. Fue el último zar. A unos Urales bajitos pero potentes, trasladaron las factorías durante la segunda guerra para que Hitler no las destruyera, y les funcionó. Del movimiento de Lenin solo queda una estatua monumental en la ciudad. La gente intenta modernidad pero aún se respira en las esquinas una ligera melancolía. Luchan por salir adelante respetando la vida útil de los objetos. No te creas tan vintage. 

A mi anfitrión lo contacté a través de una plataforma, alquilaba una habitación para viajeros en su apartamento. Anton tenía dos cosas que me gustaban: pinchaba música electrónica desde el 2001 en fiestas clandestinas, y poseía un par de bicicletas. Pedaleamos la ciudad durante el día, nos hidratamos con kvass, una bebida local hecha de pan sarraceno, levadura y azúcar, con un ligerísimo grado de fermentación que la hace burbujeante y que los niños adoran. Está buenísima. Visitamos hasta el último barrio. En las noches, Anton y su esposa ponen música sin parar a bajo volumen, explican sus planes de futuro y las últimas fiestas en las cuales trabajaron, mientras cocinan unas formas de raviolis a los que llama pelmeni -пельмени-, y que se comen con crema agria. Ricos. Ellos, encantadores.

Los Urales son la frontera topográfica de la Europa del Este con Asia del Norte. Un macizo alargado de unos ochocientos metros de altura media y con geografía menos brusca que la de Los Andes. En cierta medida es un poco decepcionante por la expectativa. Estos montes míticos, tan importantes en la geografía global, resultan ser solo una ondulación en el parqué sobre la latitud en la que estamos. Más al norte hay picos escarpados en donde dicen que la fauna es potente: osos, lobos, alces y linces, pero apenas consigo imaginarlos. 

Al dejar atrás la ciudad, sorprende lo rápido que se entra en la estepa. Por la ventanilla, un trasiego constante de trenes con vagones cisternas que se enfilan uno detrás del otro rebosantes de petróleo. Incontables. En tiempo, al menos seis horas ininterrumpidas cruzados en contra dirección. Luego, lo que fuese la tundra, ahora intercalada con bosques maderables, se espesa hacia el sur. Hacia el norte, el agreste suelo lleno de humedales es cubierto apenas por plantas y musgos. Más al norte, La Taiga densa.


Entre Omsk y Novosibirsk solo se aprecian centenares de kilómetros de verdes bosques tupidos y pastos cortos, en todos los tonos y texturas. Estas y algunas otras ciudades siberianas no existirían de no ser por el tren, por el capricho de los zares y por el empeño de una generación de descendientes de colonos y desterrados que entendió el comunismo de una manera que a nosotros nos es imposible comprender. En este tramo, los viajeros son amables por defecto, pero mantienen un margen de distancia que se agradece. Aún no me he cruzado con ningún viajero occidental. Andrey y su esposa, una pareja que viaja en la litera de enfrente, por algún motivo, me adoptan de manera instintiva. Él observa mis movimientos con detalle y en breve tiene un montón de recomendaciones para hacer la vida más fácil. Sin musitar palabra explica cómo preparar en el samovar puré de papas y té. Me ayuda a hacer la litera, ubica un cargador para el teléfono en el único enchufe disponible en el vagón, enseña cómo guardar la mochila en una especie de red invisible que hay en el techo y dejar a mano todo aquello de uso frecuente. Como un lince, responde a cada duda que se me pasa por la cabeza con un montón de señas. Un clarividente natural. Estupendo.


Es domingo en Novosivirsk. Desde este lugar partieron más siberianos hacia la gran guerra que desde ninguna otra parte del país. La estación del tren guarda ese récord con celo y lo rememora con bella melancolía. Es la tercera ciudad de Rusia, el corazón de Siberia. La Academia de Las Ciencias se radica allí y tienen uno de los ballets más prominentes de Rusia. En la calle la gente se ve muy animada y caminan vaporosos por los parques paralelos al río Ob. Las sesiones de fotos en exteriores se suceden una tras otra como una obligación profesional para las chicas casaderas. Los edificios, con esa arquitectura soviética cuadriculada cobijan apartamentos modernos. Afuera el verano es aprovechado con furor. Saben que en un par de semanas empieza el otoño y pronto las nieves. Bailes callejeros para todos en las plazas más importantes de una ciudad muy vital. 

Los cuatro husos horarios ganados desde la partida, pesan. Un poco más torpe, con sensaciones menos comunes, crece cierto desparpajo, que sumado a lo provisorio del viajero, tal vez ofrezca la promesa de desahogo para mis interlocutores, entonces camareros, hospederos, cajeros, veterinarios, geólogos, desarrolladores, estudiantes, padres, modelos, profesores, campesinos y una modista, Natasha, de una encantadora sonrisa amplia y clara, con quienes he interactuado durante el recorrido, me cuentan sus historias y yo las mías. Cuando la conversación se alarga, se percibe una especie de bochorno hacia el extranjero similar al del buen estudiante cuando los demás compañeros lo atosigan por ser el listo de la clase, esa especie de acoso es similar al que heredaron como gestores de un adefesio político fallido, cuando en realidad había mucha belleza en la propuesta de sus ancestros, aunque destruida por un totalitarismo bestial. Pero este es un tema del que poco se habla. Tal vez no era el momento para esas pretensiones, o simplemente fue un listón demasiado alto para lo que somos, pienso para mí. Siento que este apunte, fruto de una conversación de horas con una bióloga que estudia las ballenas en Kamtchatka, hace que le cueste un poco más al viajero relacionarse con los locales, aunque no es mi caso. Cuando llego a Tomsk han pasado dos semanas de haber iniciado el viaje, el día tiene dieciséis horas de luz, y tomo una sopa de remolacha llamada borsch -борщ-, es roja y va bien en el desorden de horarios para desayunar. 


Tomsk es un pueblo pequeño que decidió sobrevivir de espaldas al transiberiano. Lejos de la modernidad y “los buenos tiempos”, no permitió que el tren se le acercara a menos de 400 kilómetros. Encalado en los bosques, recibe a los estudiantes de toda la estepa, igual que Novosivirsk, y los transforma en cotizados ingenieros que exportan por toda Rusia. Del pueblo, lo más sorprendente ha sido la gran cantidad de casas aun en pie y perfectamente habitables, construidas con maderas dignas por el año mil setecientos y el siempre presente bosque de abedules que matiza el verde perenne con un blanco mate precioso. Una estatua caricaturesca de Bulgakov, el autor de Maestro y Margarita, le da suerte a quien rompa el pudor de tocarle la nariz junto al paseo peatonal, mientras el río Tom ve como el clima cambia en estas latitudes a una velocidad asombrosa. 

Presente siempre el logo del CCCP –URSS– en lugares discretos pero elegantes, luce la estrella, el martillo y la hoz, como una marca original. Camino unas doce o trece horas al día y preparo uno de los trayectos más largos del recorrido, 1.700 kilómetros hasta Irkutsk, con los correspondientes dos husos horarios adicionales a los cuatro ya arrastrados. Viajar implica tomar decisiones constantemente. Con el cansancio por el trajín y con el ciclo circadiano desordenado, el pensamiento se nubla, la atención se afecta y la memoria se reduce. Aprovecho entonces el tramo más largo para hacer el recorrido en una cabina de segunda clase porque en primera no hay disponibilidad. Son compartimientos de cuatro literas, con puerta corredera y mayor privacidad. Justo lo que preciso para recuperarme de la fatiga acumulada, dormir, leer y escribir. Tomo el último tren y el habitáculo viene vacío. A la madrugada, sube un individuo que se acomoda en la litera de enfrente. 

Dimitri abrió los ojos a las 6:15 de nuevo, destapó la botella de vodka que guardaba bajo la almohada y sirvió dos copas rebosantes. Era la segunda vez que me ofrecía un trago esa mañana. Me sentí sin el valor para negarme después de decirle no la primera vez y que me mirase con una cara de absoluto desprecio sin ningún intento de disimulo. Su envergadura, el compartimento cerrado de los camarotes y la enorme navaja con la que cortaba el salchichón en rodajas muy finas desde la noche anterior, tal vez tuviesen algo que ver en aceptarle esta última invitación. 

La mesilla del compartimiento estaba puesta por él con un mantel satinado, dos copas, un kilo de piñones tostados en una bolsa y embutido ahumado. Humilde e impecable. Tres tragos después, ya pensaba que el vodka no pasa nada mal en ayunas. Permanecimos solos en el cubículo conversando, leyendo y tomando Ararat. Él disertaba en ruso y yo en colombiano. Nos habremos dicho mil mentiras. Debajo de su almohada había una cava sin fondo. Bebimos como rusos. 

Durante la noche se había colado a través de la ventana un olor espeso a monte quemado, pasábamos cerca de Krasnoyarsk y las tres millones de hectáreas de taiga ardiendo se sentían desde allí. La noticia es fatal, un árbol en Siberia tarda hasta doscientos años en crecer.

Treinta y seis horas después de dejar Tomsk se arriba a Irkustsk, justo a orillas del mítico Lago Baykal. Me quedo los piñones y Dimitri mi gorra. Un apretón de manos y una mirada de sabio viejo es el recuerdo que guardo de él. Este será el lugar más oriental que conoceré de Rusia antes de encontrar a mi profesor y girar al sur. Mientras tanto, la isla de Olkhon es el rumbo. 

Continúo torpe, sin descansar y con una resaca salvaje. Es entonces cuando maldigo las distancias. Llegar a la isla implica ir al norte para cruzar en ferry. Cuando despierto han pasado ocho horas y el micro bus de pasajeros desembarca en una isla esteparia y rocosa. Abrupta, rompe una inmensidad de agua dulce translucida como el cristal. Una preciosidad inconmensurable. Si esta belleza llegase a derramarse, cubriría el planeta entero con los veinte centímetros del agua más pura que nos queda. El Baykal no solo es el lago de agua dulce más grande del mundo sino también el más profundo. Su gran masa es afectada por las mareas y por una serie de factores más propios de los mares del mundo que de los lagos. Esta bestia tiene más agua que los cinco grandes lagos norteamericanos, el ochenta por ciento de las especies que lo habitan son endémicas, están deliciosas y casi todas se comen ahumadas. 

El pueblo de Khuzhir es la capital de la isla y está lleno de viajeros. Dos pequeñas posadas reciben a una peregrinación de entusiastas chamanistas que vienen a visitar a La Piedra, un arrecife abrupto que emerge del agua justo en frente de una formación en la roca de la isla que imita una cara indígena y que pareciera mirar con magnitud. La Piedra del chaman es reconocida en Asia como uno de los siete lugares sagrados: solo se puede visitar desde hace muy poco y las banderas de plegarias llenan el paisaje de color y misticismo. Busco alojamiento fuera del pueblo. Al sur y en tierra yerma aparece un bosque de chamizos fustigados por el viento y tras ellos una enorme tienda cónica en piel curtida con fuego dentro y camastros. Parece un buen plan b para pernoctar. La anfitriona, una nativa recia, me recibió con una botella de vino georgiano, una deliciosa atención con la que no contaba.

Como viajero es muy interesante observar, con el paso de los kilómetros, cómo especialmente ellas, de figuras alargadas, pieles nacaradas y ojos como el agua de la zona más europea del país, han ido dando paso a cuerpos más compactos de pieles ambarinas, de profundas miradas oscuras y oblongas, como vigilantes, sobre unos pómulos saltones. La mezcla se nota claramente. Es fácil concluir que el semblante mongol ha dejado su impronta de conquistas históricas en las anatomía de los locales. Los pueblos buriatos y otras comunidades de la región tienen profundas raíces de conexión con la tierra y es usual la adoración a la vegetación o lugares sagrados. En La Piedra, los chamanes realizan rituales, ceremonias y veneran a los espíritus de la naturaleza. Con la venia de los escépticos, es obligado decir que la energía espiritual del lugar es sobrecogedora. 

Durante la noche diluvió. Una tormenta de las que ellos dicen sólo pasan tres veces al año,  se levantó con una violencia descomunal y amanecimos a cuatro grados; ni una gota traspasó la piel de la tienda y el fuego entibió a quien aproximó el camastro a las llamas. El desayuno consiste en un pescado ahumado con un par de barbas tostadas, puré de papa y té. La exploración de la isla es agreste y sin carreteras, pero los nativos tienen unas furgonetas indestructibles y fáciles de reparar, con las que se movilizan por las arenas pedregosas. Visitamos el norte, en donde empieza una ruta mítica. Desde aquí, se supone, partieron los primeros exploradores mongoles en un invierno glacial para atravesar el estrecho de Bering, al norte, más allá de la península de Kamchatka para llegar a Alaska. Es colosal el viaje y mi teoría preferida de cómo se pobló América.

La isla apenas tiene algunos árboles esparcidos, sin hojas, y casi todos de aspecto torturado. El clima es recio y sumergirse en las aguas heladas y translucidas del lago simula flotar en el aire. La ensoñación es corta porque quedarse quieto entumece y duele. Unas brazadas después y un poco más azulado vuelvo la playa, la anfitriona espera con otra botella de vino y dos mantas. Mientras bebemos, la mujer cuenta que, antes de que construyeran la parte sur del ferrocarril, la que circunda el lago y la cual resultó ser la parte de ingeniería más compleja del recorrido debido al permafrost, el tren solo hacia el recorrido completo en invierno, cuando el lago se congelaba y podían arrastrar el tren íntegro y cargado de pasajeros a través del hielo tirado por caballos hasta el otro extremo en donde encarrilarían de nuevo el convoy. Funcionó hasta que alguna vez el témpano no resistió y todos fueron a parar al fondo para no volver. Desde entonces buscaron alternativas para unir los dos tramos, de la costa frente a Japón en Vladivostok hasta el lado oriental del lago, y desde Irkutsk hasta Moscú. El tramo final se llamó el Circum-baykal.

Recibo un correo electrónico de mi profesor, me explica que durante este tiempo no solamente había terminado el recorrido en su tren de primera clase, sino que le había dado tiempo para llegar a Pekin, visitar la ciudad prohibida, la muralla y alguna excursión más, para volver vía aérea y aterrizar en Irkutsk. Los detalles, dijo, me los explicaría al vernos. En dos días nos encontraríamos en la estación del tren para empezar el recorrido juntos.

Durante los viajes la única condición que no varía, es la obligatoriedad de tomar decisiones constantemente, y en ello, creo, radica uno de los disfrutes de viajar.  Pero no es igual tomar decisiones en singular que de forma consensuada, porque las circunstancias nos definen mucho más de lo que pensamos y porque ponerse de acuerdo con quien tiene como fin algo diferente al viaje mismo, a veces es agotador. Movilizarse es caro energéticamente y obliga a estar presente, alerta y a ser recursivo. Cuando se está sumido en garantizar las necesidades básicas, es difícil hacer de la vida un relato. Es la vida quien expone la realidad y como no, muchas veces es incómoda para quien considera que son los relatos quienes la crean. Me voy con ese pensamiento a la cama y por la noche descanso al fin.

Para regresar desde la isla me prometo permanecer despierto todo el recorrido en el mini bus. Polina, una pasajera rubia distendida acompañada por dos niños me explica la mejor manera para cruzar hacia Mongolia. El recorrido es entre coníferas. Me cuenta que tiene una casa de bodas y que muchos occidentales vienen a Siberia en busca de esposas hermosas deseosas de tener una familia y de salir de los confines del mundo. Es una mujer orquesta, hace de madre, esposa, vendedora, presentadora de eventos, administradora, pianista, comercial y cantante. Hermosa. Para esos días, la habían invitado a participar en un concurso para elegir a la reina de la belleza de la ciudad. Le expliqué lo ajustado del recorrido y que esperaba encontrar a un amigo para partir hacia el sur, lo que complicaría el poderla acompañar. Consiguió dos entradas para el evento. 

Casi tres semanas de recorrido permiten concluir con facilidad que esta tierra es bella y dura. Para vivir aquí hay que ser fuerte, los ancianos prácticamente no se ven en las calles y las comodidades en las ciudades pequeñas o pueblos son escasas y por ende, exclusivas. Moscú no es Rusia, había dicho Katya, la vendedora de billetes de la estación de Yaroslavsky. Tenía razón. Al llegar a la ciudad voy al mercado de Irkutsk, entro a donde un zapatero para que me repare la suela de los zapatos. Son amarillas insoportables, empiezan a despegarse y llaman mucho la atención. Al hombre le hace gracia, se da un fuerte papirotazo en el cuello a la altura de la yugular y me invita a una cerveza mientras trabaja y luego otra. Cobra por reparar los zapatos la mitad de lo que valen el par de cervezas en el supermercado y con una sonrisa desdentada me dice que no entendía por qué en vez de quedarme disfrutando de Moscú y sus comodidades, había ido a pasar trabajos en Siberia durante las vacaciones. Moscú no es Rusia, muchacho, dijo. Y volvió a darse un papirotazo en la yugular. Le pago su trabajo y traigo dos cervezas antes de despedirme. Los zapatos quedaron espantosos pero funcionales.


Es raro toparse a la gente querida en lugares remotos y qué lindo se siente. Nos habíamos encontrado con el profesor en la estación y le explico que estamos invitados a un reinado de belleza. Los ojos le quedaron como platos. Al principio de la noche entramos al teatro abarrotado, una veintena de candidatas y tras el primer desfile pensé en lo difícil de la labor del jurado. Polina quedó de primera princesa y la perdimos de vista entre familiares y periodistas. El profesor me explicó durante y después de la velada de premiación sobre el recorrido directo y exclusivo de su viaje con algunas paradas precisas bien explicadas por guías profesionales, en especial una casi al final del recorrido en la cual el convoy se detuvo en una línea secundaria frente al lago, acompañados por bailarines y músicos, descendieron al lado de la vía y la fiesta se hizo. Me dijo también que el vagón comedor estaba forrado por completo en madera de caoba, tenía lámparas de araña, siete cubiertos por plato, un camarero por mesa y que durante cada comida, un experto les proponía degustar cinco clases de vodkas antes del plato principal, langosta y caviar. Me pareció una pena que él fuese vegetariano y abstemio. Me habría encantado cenar una noche en aquel vagón fabuloso.

A las diez de la mañana del día siguiente tomamos uno de los trenes más complicados por el paso migratorio y los afamados y exhaustivos rigores militares de la frontera con Mongolia. Minutos antes de partir, escucho mi nombre a gritos desde el andén, el tren ya ha recogido las escalerillas y solo queda abierta la puerta trasera del vagón, no puedo bajar. Afuera, Polina levanta una mano con una flor y una postal de agradecimientos y recuerdos. La provodnitsya, jefa de vagón, al ver la situación y posiblemente imaginarse un romance de novela, abrió una puerta lateral, entonces me tendí en el suelo, extendí la mano, recibí los presentes y un beso por mejilla. El tren se estremeció y partimos. Aun la veo agitar la mano en el andén, venía con el traje de gala de la fiesta de coronación, con el maquillaje estropeado y los tacones en la mano. Maravillosa.


El Circum-Baykal es el trozo del tren que rodea el sur del lago y despide a Rusia con unas imágenes de ensueño al girar hacia el sur. Finalmente los ingenieros consiguieron que los materiales en los cuales se asentaban las vías no sufrieran cambios térmicos hasta desalinearse o literalmente hundirse en los humedales, conectando así el atlántico con el pacífico. 

Unas horas más tarde, en la frontera y por protocolo hemos de permanecer confinados en las literas durante cuatro horas. El cruce por el control es tenso, más que nada porque desde que fui soldado temo a cualquier persona que, por voluntad o sin ella, vaya armada, ostentando esa peligrosa sensación de poder tan difícil de gestionar para cualquiera de los mortales. Con un guitalele, paciencia y el profe relatando historias entreveradas del tren en primera clase, con algunas de como desarrolló sus habilidades ecuestres con cabalgatas de una semana por un rancho infinito de la pampa, y que tan bien le irían para lo que nos esperaba en Mongolia; el parón en la frontera se me hizo menos estresante. 

Mientras afinábamos algunos detalles logísticos para gestionar lo rudo del viaje que nos esperaba, el profe comentó con detalle lo bien servido que estuvo por la provodnitsya del vagón, la azafata y única persona rusa con la que había interactuado. Comprendí que su transiberiano había sido una historia de locomotora para adentro, confinados en vagones glamorosos, bien vestidos y perfumados en los que socializaban tal vez hablando de Chaikovsji o Tolstoy, mientras veían pasar el mundo por la ventanilla como un tapiz de fondo, haciendo paradas para admirar bellezas estudiadas y escuchar relatos de interés común. Sí en ese tren hubiese ocurrido un crimen, pensaba para mí, le habría servido para escribir un relato refinado. Después de veintidós horas de viaje, las locomotoras ascendieron hasta 1350 metros en los que se explaya el río Tuul y la que fuese la capital del imperio más grande y efímera que registra nuestra historia. El corazón del reino de Gengis Khan.

Ulaanbataar, impresiona. No solo por tener cinco aes en una sola palabra sino por lo caótico que se impone la ciudad al primer contacto. Son las seis de la mañana y la estación está atestada. El edificio es funcional y difiere mucho de las estaciones siberianas pintadas en verde menta. Encontramos a nuestros guías y vamos directos al mercado a reemplazar mi gorra por un sombrero porque lo que viene lo amerita. El lugar tiene fama de ser riesgoso pero a esta hora no hay aglomeraciones. El Mercado Negro, como ellos lo llaman, es una explanada repleta de paradas con mesas a media altura en donde se puede encontrar desde alimentos, ganado y objetos tallados, hasta ropa, tapices, linternas de manivela, celdas fotovoltaicas portátiles como cuadernos que les vale para cargar un teléfono móvil, pieles, lanas y arcos con flechas. Vamos con una cocinera, una guía y un conductor responsable de los caballos. Parecemos más señoritos que expedicionarios novatos, pienso para mí, pero es la recomendación del profesor. La cocinera es de esas personas de edad indeterminada, tiene a Atila en su rostro, una estructura ósea fuerte, manos enormes, una belleza colosal y la mirada no disimula la existencia de un guerrero en su interior. En el mercado me toma de la mano como a un niño de cinco años y no la vuelve a soltar hasta regresar a salvo en el vehículo. Nos habíamos aproximado a ellos también por ser nativos que se han abierto a recibir viajeros. Nos invitan a tomar leche y partimos en un campero cuatro por cuatro ruso. Al final del día montan una yurta en veinte minutos con cinco camas en el perímetro, hombres a un lado, mujeres al otro y una chimenea central de hierro tan antigua como la estepa. Huele a caballo. El guía instala un molino en un río translúcido y helado del que consigue energía. La noche es fría y Mongolia se abre a los sentidos. Esperan unos caballos que han de llevarnos a recorrer la estepa y a ver a los otros nómadas. Me es inevitable la emoción y recordar a Sebas Botero y ese bello y triste seudónimo con el cual bautizó a un compañero en la universidad durante el primer semestre de carrera. A Juancho, bonachón y mal estudiante como ninguno, le llamaba Atila, el rey de los Hunos.

Yogui, el guía, enjalma unas bestias compactas. Montamos. Sólidos en las pisadas y fuertes como percherones. No me extraña que sobre estas bestias dominaran el mundo, le digo. Él asegura que aquello lo consiguieron sus ancestros al inventar los estribos, porque las hordas de jinetes, erguidos sobre ellos podían manipular el arco y tirar mientras cabalgaban. Una ventaja técnica que los hizo imparables. De las pirámides de cráneos apilados que dejaban a su paso los guerreros, no menciona nada. No encuentro oportuno hacer el comentario en su tierra y menos al caer la noche.

Mongolia es recia, salvaje en el clima y uno de los lugares de la tierra en donde más varia la temperatura: –40ºC en invierno y más +40ºC en verano. La topografía es llana y delicadamente ondulada, las praderas son de pastos cortos sin plantas ponzoñosas, cortadas por ríos cristalinos y los animales de rebaño se atomizan en diminutos puntos casi siempre flanqueados por una yurta blanca impoluta y un pastor vigilante. Consumen alcohol, especialmente vodka mongol y algún que otro destilado mezclado con leche de yak. La leche de yegua se bebe con sal y es en extremo complicada de tragar.

No contaba con que Mongolia me restaría de golpe treinta y cinco años de vida. De repente, en medio de la estepa soy el boy scout que fui a los trece años, y todo aquel saber devorado en la adolescencia, de golpe adquirió validez y valor para los locales, como si fuera el más preciado conocimiento que pudiese tener un occidental. Aparte de un estatus de respeto, lejos de la idea de señorito que me auto flagelaba, de repente poder hacer amarres correctos, el saber aproximarse a las bestias, encender fuego, levantar una tienda con la orientación adecuada, respetar la natura, mirar y no tocar, conocer algunas canciones místicas para cantar a la luna en la fogata y cabalgar con alguna manera de dignidad, me fue otorgando un cierto estatus. Ese respeto por la vida al aire libre me ha valido para que el chamán me hiciera el honor de ofrecerme cabalgar en su corcel, Mohjor. Un titán. 

Los nómadas hacen cuatro migraciones al año, una por cada estación. Ahora preparan con esmero y ligera antelación algunos espacios para guarecer a las débiles crías recién paridas para que puedan resistir el invierno que arranca en otoño. Y los demás, sabia natura, sálvese el que pueda.

Durante el tercer o cuarto día estepario, cabalgamos por un valle paralelos a un río amplio. La brisa silbaba tersa, la temperatura subía rápidamente y permanecimos a la retaguardia del chamán que parecía levitar sobre la montura. Nos lleva a visitar a su nieta y a ver el ganado previo a la migración marcado por el cambio de verano a otoño. Le sostuvimos el ritmo con esfuerzo hasta que encontramos yaks, cabras y otras bestias peludas, cerca de una yurta. Desmontamos, atamos los animales a una estaca y caminamos hacia a una mujer que estaba esperando de pie y sin sonreír bajo el marco de una puerta muy baja de la casa portátil. Sostenía una tabla con quesos y ordeños de su ganado en compañía de una niña de unos seis años. Se me aguaron los ojos y no entramos al momento en su hogar. Esperaba encontrar caballos en la pradera, pero no veo ninguno, entonces pregunto por ellos y la niña señala con un dedo meñique rechoncho hacia una ladera coronada por un bosque de pinos, agucé la mirada, pero no conseguí ver ni un solo potro. Se me terminan las excusas para evitar los lácteos. 

La madre de la niña es su profesora durante las mañanas. Cuando llegamos aun estaban en clase, así que al hacer el recreo, la mujer nos puso un trozo de queso del tamaño de un cubo de azúcar en las palmas de las manos. Ya lo conocía, se me aguaron los ojos otra vez. Ella ríe y dice que no lo sabemos comer. No creo mucho que el tema sea de técnica, le digo. Vuelve a reír y saca otras variedades de cubitos. Comimos a regañadientes esos bloquecitos sólidos, amargos, arenosos, rancios y salados, con la paciencia y la voluntad de los buenos comensales que me enseñaron durante la infancia a base de sopas de guineos y castigos eternos. 

El chamán y su nieta se tratan con tierna cordialidad hasta cuando entramos en la yurta, cuando el abrazo inevitable del abuelo cayó sobre ella. Jugaron un buen rato y parecieron olvidarse de nosotros, que sentados en unas butacas intentamos pasar los cubitos con una taza leche de yak salada. Creo que la mujer disfrutaba viéndonos pasar ese trago tan espantoso, seguramente pensando que nos lo teníamos merecido por ir a meternos donde nadie nos había llamado. La madre da una palmada al aire como señal de fin del descanso y volvieron a la clase, en una mesita cubierta por un mantel floreado la niña se dispuso con una libreta sin líneas a trazar unas letras imposibles y unos números impecables. Les dijimos adiós con el estomago hecho un lio y ellas apenas si se despidieron, con esa actitud distendida de quienes pronto volverán a verse, aunque todos sabemos que no es así. A galope tendido nos alejamos en una competición desaforada como si los quesos nos pudieran dar alcance. Cabalgo un caballo pinto veloz que agazapa las orejas, baja el morro y estira el cuello. El galope es limpio y firme. Al acercarnos a la ladera señalada por la niña, los caballos aprietan el paso aún más y de repente nos vimos envueltos en una manada de potros semi salvajes que salieron del bosque en estampida. Por un momento pierdo el control de las riendas y solo siento resoplidos enardecidos y el corazón que se me sale del pecho. Lideraba a la manada un macho alfa negro nacarado y robusto de crines tan largas que se rozan con la hierba. Los cascos retumban como truenos. Parecían jugar indomables entre relinchos y cabriolas para desparecer de la misma manera en el bosque del que habían salido. Cuando mi cabalgadura permitió retomar el mando, estaba emparamado de sudor, tenía la piel erizada como un gallo fino y el corazón desbocado. Nos desviamos con el atardecer hacia el norte en un trotecito desgonzado y supe que ese sería un momento para la memoria.

En la estepa los caballos son bajos, nervudos y vigorosos, se escuchan lobos durante la noche, los mosquitos zancudos devoran la carne fresca del visitante, en los ríos la piel arde si se osa nadar en ellos, la llanura mongola es una especie de campo de golf inabarcable en la que galopar es una absoluta delicia. Para las nalgas de lo jinetes menos avezados hay unas hojas pequeñas y velludas que con un poco de saliva, ayudan a la cicatrización del las posaderas del montador inexperto. La realidad frente al relato hecha llaga sobre el culo de mi profesor. Cosas del chamán. Así que pantalón a las rodillas, mezcla de saliva con la hoja peluda recogida por Yogui y directamente aquel emplasto a la peladura del profe que se ve obligado a terminar la cabalgata sentado en la punta del asiento delantero del 4x4. Aquel cambio en la logística nos deja con una bestia sin jinete. La cocinera, quien se ve obligada a ceder su puesto en el vehículo, nunca ha cabalgado. La mujer mira con un ligero desdén, toma las riendas, monta por la derecha y habla en voz baja con el chaman. Pienso que se queja y me acerco, pero solo pide las indicaciones básicas para dirigir el animal. Entonces se baja de la bestia, la mira a los ojos y le susurra algo en mongol, después, monta por la izquierda y arranca al trote. La sigo de cerca y me percato de que es la primera vez que veo la grupa de ese caballo, se ve tensa y asustada en la montura, pero muy pronto y como por arte de magia se entiende con el animal de una manera que nunca he visto. La relación de esta gente con los caballos es de otro siglo. Digna en la montura fue apretando el paso y cambiando el rictus de espanto para después no parar de reír y aullar a pleno galope hasta la puesta de sol. Impresionante. Restan dos días para regresar a la civilización e intento animar al profe, pero me gruñe desde la ventanilla del vehículo algo de que todo es culpa de la ropa interior. Agotado también, me pregunto qué clase de calzoncillos llevaría un gaucho de primera para encajar todo esto en un relato heroico. 

Al caer la noche la temperatura baja rápidamente, nos abrigamos y armamos tiendas de campaña par pernoctar porque debemos salir temprano y es menos aparatoso el montaje que el de una yurta. Es entonces cuando el ardor de la peladura toma el mando de mi compañero de viaje y en un intento frenético por irse a descansar, termina rompiendo el cierre de la tienda. Y eso es malo para él que no para de lamentarse de su mala racha y para mi que tendré que pasar la noche en la misma tienda a cero grados, con la puerta abierta y con él exigiendo a grito herido la manta de la cocinera por la que piensa que también ha pagado. Colapsado por el frio y las circunstancias, es difícil que con el relato de explorador vintage consiga modificar su realidad. Tenso y agotado porque nada de lo que me dice coincide con lo que hace, me voy a reparar el cierre de la carpa, no sin antes pedirle que deje de chillar y que intente coordinar el verbo con el hacer. Él me exige que no lo juzgue. Me disculpo, reparo la tienda y le cedo una de mis mantas. 

En Mongolia, la tierra es del Estado. A cada familia se le asigna una cantidad estándar de terreno durante ochenta años para que sobre ella construyan y se establezcan. La cosa viene así por más de siete décadas y pronto se cumplirán los primeros términos, nadie sabe qué va a pasar y por ahora sólo consiguen que esta política funcione en Ulaanbataar que es donde habita el cincuenta por ciento de la población. La norma de la tierra, para la otra mitad de la población, un millón y medio de nómadas, no tiene sentido. 

Espiritualmente potentes comparten una corriente del budismo tibetano con algunos matices propios de sus creencias raciales y, como no, aman a los caballos sobre cualquier otra bestia de la tierra. En la estepa la chamanería se funde con los budas, los cantos a la tierra, al amor y al dios y arrancan suspiros místicos durante la noche.

Al regresar a la capital el flujo vehicular es un hervidero que intentan resolver con policías de tránsito elevados en pedestales, quienes, con un palito en la mano cual director de orquesta intentan recuperar el orden que le quitan ellos mismos a los semáforos. Gengis Khan es el superhéroe local y las esculturas que lo honran, lo juro, no tienen comparación en dimensiones y dramatismo con ninguna otra que haya visto. 

La estancia llega a su fin. Agotado y corto de tiempo, le compro unos Yuanes al profe que me resultaron más caros que los que pagaría después en Pekin, salgo a lavar la ropa para el trayecto que me resta y al regresar al hotel me encuentro una nota de despedida escrita sobre un cuadrito de papel higiénico en la que me dice que ha de regresar a casa para recuperarse, sanar las heridas y retomar la vida en la ciudad. Enfrento el último trayecto que deberá dejarme en Pekín, mi última parada del transiberiano. 


La parte noreste de China, tierra de los manchúes es fundamental en su cultura e historia. Allí nació la dinastía Jin por el año 1100 hasta que llegó Gengis Khan, se saltó la muralla, impuso su dinastía Yuan y se quedaron con el poder hasta no mucho tiempo después de haber muerto. Por el 1300 la mayoría Han fundó la dinastía Ming, la más estable de todas. Y por el 1600 los manchúes volvieron a hacer frente a los gobernantes para crear la última dinastía, la Qing, que dirigió China hasta principios del siglo XX, cuando aparece el poderío ruso actual y también las fronteras.

Al desembarcar en la capital de China, impacta el primer anuncio publicitario que el viajero se encuentra. Es una valla descomunal en la que se ostenta el último proyecto nacional, la nueva ruta de la seda. Es un globo terráqueo, en cuyo centro se ve China, con una infinidad de tentáculos ferroviarios dibujados que abarcan el planeta entero. Es su nuevo plan y lo están construyendo, Africa, por ejemplo es de ellos igual que unas cuatrocientas mil hectáreas de Manchuria en donde se instalan y dan trabajo a los locales que hacen maquilas para ellos. Hasta aquí han llegado gracias a una situación muy curiosa del lenguaje, por ende de su identidad.

La palabra objetivo es inexistente para los chinos. No fue hasta principios del siglo pasado cuando el ruido del capitalismo los fue obligando a crear una composición de dos fonemas que les prestara el mismo servicio. Puede parecer un detalle curioso a primera vista, sin embargo, tal vez sea la base del porqué este ha sido el único lugar de la tierra que no fue conquistado. Marco Polo pasó por aquí y, para poder charlar con ellos, le tocó hincar los codos y aprender mandarín. Nunca nadie les impuso una manera de hacer las cosas, un idioma ni un dios en el cual creer. Elaboraron un imperio a base de dinastías con tan solo dos herramientas de pensamiento. La primera, que siempre que haya que tomar una decisión, hay que escoger la mejor opción. La segunda, que esa mejor opción sea la mejor para todos. Parece fácil, lógico y bello. Nada más antagónico al capitalismo con el que crecimos. 

No existe Facebook, Instagram ni WhatsApp e incluso se dan el lujo de no contar con ningún buscador occidental; más que nada porque han desarrollado herramientas locales, funcionales y mejoradas que prestan servicios más complejos. Con los tiempos que corren, donde lo más importante que existe es el dato, son los únicos que se pueden dar el lujo en el mundo de que nadie vea ni controle los suyos. Los datos de mil setecientos millones de personas, de hecho con el 5G y su misteriosa puerta trasera, son ellos quienes ven y gestionan los datos de todo el planeta. Los datos, hoy por hoy, son la mejor herramienta que tenemos los humanos para predecir el futuro. Y esa habilidad casi prestidigitadora ahora se considera una nueva forma de inteligencia.

En Pekín viven veinticinco millones de habitantes, tienen un país por capital. Mutan con maña, a su tiempo, al ritmo de miles de millones de personas. Parece como si en medio del capitalismo comunista en el que se están moviendo siguieran tomando las mejores decisiones y que estas fueran lo mejor para todos ellos. Agárrese que va ladeado, diría mi papá.

A mí, en una ojeada muy veloz, me dejaron con la boca abierta listo para devolverme a casa. Pekín merecería tanto tiempo, que apenas he visto lo más emblemático de la ciudad, sin embargo creo que es un buen fin de viaje. Este recorrido respondió muchas preguntas de tiempos muy anteriores a que yo existiera, a especular un poco más de dónde venimos e intuir hacia dónde vamos. Mientras nosotros utilizamos la IA en chats sabelotodo que nos responden dudas al instante sin necesidad de memorizar, ellos usan sensores para medir el grado de concentración de los estudiantes con la misma herramienta. Durante la clase el maestro puede saber desde cuántos minutos se distrae con el teléfono un alumno o cuándo piensa en él, hasta cuales son las mejores horas para aprender según cada individuo. Es la misma herramienta, pero la decisión de su uso es mejor, y más que eso, la decisión es mejor para todos.


El sistema ruso fracasó y su raza nos dio una lección que castigamos con desprecio, porque nadie nos va a decir a nosotros cuánto nos corresponde. Nosotros lo buscamos, lo trabajamos, tenemos el derecho, incluso creemos que esforzándonos y deseando sinceramente podemos conseguirlo todo. Exigirlo todo. Esto último, es tal vez lo más peligroso de nuestro modelo. El todo vale no solo nos dificulta mejorar como colectivo, sino que nos expone a los menos escrupulosos, y esa neblina sistemática no solo no funciona sino que también nos puede asolar.


Salí de Pekín a mediados de septiembre de 2019 en un vuelo directo a casa. Dos meses después surgió el primer brote de lo que fue la pandemia y después la locura de la guerra. Quien sabe cuándo vuelva a ser posible y seguro viajar por allí. Espero que para cuando ello sea viable la paz reine y que los preciosos vagones de tercera clase aun permanezcan en activo, son el lugar perfecto para que los viajeros puedan adentrarse en el corazón del Transiberiano y en el de su gente. Sin duda es lo más bello que me deja este viaje.

Desde el punto de vista más íntimo, los viajes, en el fondo, son un gran ejercicio que dibuja nuestra topografía interior, una excusa perfecta para escribir y auto descubrirse. Son momentos más o menos prolongados de la vida en los que cada quien es como es. Sin excusas, sin velos, sin relatos. Hacemos y somos lo que podemos. La realidad sobre la ficción, a favor de que cada quien cuenta la historia cómo quiere. La mía es esta. Porque es verdad que las historias que nos contamos crean la realidad, pero la realidad también existe. De hecho es el fondo de lo que persiste. De ahí la responsabilidad de los relatos que nos explicamos a nosotros mismos y a los demás y la coherencia que en ello haya. El profe no quiso volver a saber de mí, desapareció y con él las clases de narrativa. 

Cierro este recorrido feliz de haber cumplido un sueño que me prometí hace tantos años. Aunque me veo obligado a clarificar que es una gran exageración decir que mi recorrido fuera el de un hombre pobre, más bien el de uno muy afortunado.